Desde la antigüedad el abatimiento, la falta de ánimo o, la simple sensación de no disfrutar de lo que nos gusta, ha sido objeto de interés de los más sabios. No siempre se está en disposición de afrontar las tareas cotidianas con el mismo ímpetu que nos suele caracterizar. En general, no nos sorprende el sentir cierta variabilidad en el ánimo, en el deseo o en la motivación; y esto ha sido así desde que tenemos registro de humanidad.

Pero estamos en el siglo veintiuno y nos encontramos ante una oferta inmedible de productos que nos prometen un “slam” (golpe) de energía en cualquier modalidad. Desde bebidas energizantes hasta drogas ilícitas que nos prometen un subidón para alcanzar el más alto nivel de rendimiento y satisfacción en la actividad que vamos a desempeñar.

La búsqueda no es de un estímulo que despierte nuestro más intenso deseo o interés, sino la ingesta de un estimulante que nos disponga a encontrar una satisfacción extra en cualquier actividad. ¿Necesitaríamos un estimulante extra, sea cual sea, para el encuentro con esa persona deseada? ¿O para asistir a esa fiesta a la que anhelamos desde hace mucho ir? Cada vez más estamos inmersos en una autoexigencia que requiere y reclama de más y más “energía”, ganas y motivación para atender los asuntos del trabajo, sea que estemos empleados o sin empleo; para los asuntos del amor, sea que tengamos pareja o estemos en su búsqueda; para los asuntos familiares; y hasta para el tiempo de ocio. Y así para un sin fin de actividades en el que se espera que demos lo máximo y mejor de nosotros mismos.

Ante esta exigencia de rendimiento y satisfacción permanente, a la que hemos consentido sin darnos cuenta, no se nos está permitido -y no nos permitimos- ningún afecto o emoción que se asemeje a la tristeza y, mucho menos para aquello que se nos impone con más y más frecuencia: la depresión. El diagnóstico de depresión cada vez es más alto y las cifras llegan a ser realmente alarmantes. Se trata para muchos especialistas de la epidemia de nuestros tiempos.

El escenario mundial es competitivo. De ahí que la competencia -y su lógica del éxito permanente- implique la exclusión de todo aquello que amenace su realización. Estamos obligamos a triunfar y a disfrutar de ello. Eso que nos suena tan bueno, razonable, e incluso justo, nos hace pagar un altísimo precio. El precio es la Depresión. Un nombre que en su origen etimológico ya descubre su verdadera identidad: opresión. Nos sentimos oprimidos por la depresión; no nos deja funcionar, nos sentimos culpables, no podemos disfrutar de lo que nos gusta, entre otros muchos síntomas. Pero la depresión es la consecuencia de esa gran opresión en la que nos encontramos: ¡tenemos que triunfar!, ¡ser felices! y alcanzar además el máximo rendimiento en todo aquello que hacemos, incluso, y esto es ya el extremo de lo absurdo, cuando nos disponemos a disfrutar de unas vacaciones, hasta cuando deseamos descansar esta exigencia sigue operando: ¡tienen que ser las mejores vacaciones y el máximo de relax!

El cuadro que se nos presenta no da lugar para la depresión, ni para la tristeza, ni para ningún estado que no sea el del rendimiento y un funcionamiento siempre óptimo. Quizá sea ésta una de las razones por las que se ha elevado a la Depresión al rango de enfermedad epidémica. ¿Qué queda para quiénes no se sienten a la altura de esas exigencias? ¿Para quiénes efectivamente pueden estar bajo la opresión de una depresión? Requieren ayuda, sin duda alguna. Pero, qué tipo de ayuda. Precisamente una que pueda interrogar esta situación y lo que subyace en cada cual. ¿Es verdaderamente depresión lo que esta manifestando aquél que se encuentra sin ánimo o sin deseo? ¿Es siempre depresión la sensación de falta de sentido en la vida? Estás son las preguntas que no se pueden responder de forma genérica en los manuales de autoayuda. Sencillamente porque se trata de algo que no requiere un tratamiento estándar y universal. Las condiciones y causas que conducen a una persona a un estado, como el que suele describirse bajo el nombre de depresión, demandan un tratamiento especial, tan especial que pasa por una escucha detenida y por una dirección que sólo puede construirse sobre la base de la estricta singularidad de quién se encuentra en esa situación. Por ello, en Sabere Clínica, ubicado en Atocha, Madrid, contamos con un equipo especializado y formado para su atención.

Creemos que hay una salida para la depresión. No queda sólo resignarse. Ni tampoco sólo recurrir, exclusivamente, a la farmacología. Nuestra apuesta abre un nuevo camino posible.