¿Cuándo se puede determinar que alguien que consume alguna sustancia tóxica ha caído en un estado del ser que le lleva a ser nombrado como un adicto, un toxicómano o cualquier otra nominación que le condene a una nueva identidad? Esta pregunta tiene diversas respuestas. Usualmente se coloca el acento en la frecuencia, el tipo de droga y la duración del consumo. Se suele argumentar, no sin razón, que no es lo mismo un consumo ocasional, puntual incluso, a un consumo sostenido en el tiempo, un consumo que llega a tener un patrón consistente y constante. Pero, ¿a ese único criterio – numérico y cuantitativo-, se remiten los “expertos” para asignar una etiqueta que en la mayoría de sociedades tiene un valor degradante de la dignidad de un individuo? No sólo, aunque es innegable que los protocolos y cuestionarios suelen hacer énfasis, en última instancia, en ese valor pseudo-matemático. La lógica con la que se calcula la dependencia a una sustancia privilegia el significativo valor que tiene en una escala estadística. Esto sin duda es importante; tanto lo es que sin cuestionar ese criterio lo que nos interesa desde la terapéutica psicoanalítica no es ese exclusivo valor numérico que puede determinar la dependencia o no a un tóxico; sino la función que este cumple en la vida de ese sujeto en particular.
El asunto central es el valor y el tipo de relación que el sujeto establece con esa sustancia tóxica en particular. La pregunta no se limita a la nueva identidad asignada por el Otro o sí mismo: eres un adicto, o soy un adicto. La cuestión es la singular relación que se establece con el consumo de esa sustancia y la función que cumple en su experiencia vital. Sólo desde esa oportunidad de interrogar la función que cumple en la vida de un sujeto -sea cuando sea que haya aparecido el consumo, o sea cual sea el tiempo de ello-, algo de su función puede revelarse. Y sólo desde esa nueva lógica del diálogo, del relato, de la palabra, puede abrirse lo posible; es decir, romper con el carácter necesario y de inevitable destino que supone la imputación de una nueva identidad: drogadicto.
Abrir la posibilidad de la pregunta por la función de la sustancia le cierra la puerta al carácter petrificante e inmovilizador de una identidad fijada, reducida a una relación con una sustancia que no existió desde siempre en la vida de aquél que la consume. Esa relación tuvo un comienzo, un inicio, y, por tanto, su aparición obedece a ciertas condiciones contingentes. Nunca podría tomarse por necesario aquello que tuvo una aparición singular en la vida de ese sujeto que hasta entonces desconocía en su intima experiencia esa sustancia, esa nueva e inesperada relación.