La adolescencia tiene una doble cara. Por un lado, es la etapa anhelada: el niño quiere hacerse mayor, el adulto maduro no quiere dejar de ser joven. Por otro lado, es una etapa demonizada, la sociedad teme a los adolescentes, de ellos parece esperarse todo tipo de excesos y desvaríos. Esta ambivalencia tiene que ver con que la adolescencia es la rotura del cascarón esperada para que nazca el proyecto adulto a que han dado lugar los cuidados de la infancia. En este sentido, es un momento de muchas posibilidades abiertas, por eso muchas veces añorada por los adultos que se van haciendo cada vez más mayores; pero también un momento de decepción inevitable de la que no se quiere saber nada y que tiene sus consecuencias de frustración, depresión, agresividad.

Hasta la llegada de la pubertad mal que bien el niño se sostiene en el lugar que le ha dado el deseo de los padres, es el objeto de ese deseo, el objeto precioso al que los padres dedican todos sus cuidados y sus esfuerzos para que el día de mañana el niño ¿sea feliz? ¿triunfe? ¿sea una buena persona? En cualquier caso el niño encarna un ideal en el futuro.

Freud y Lacan subrayaron la trascendencia que para la psique humana tenía la prematuración, el hecho de que la cría humana llega a la vida mucho antes de poder valerse por sí misma para mantenerse con vida. Esto le obliga a depender del otro y de su capacidad de comunicarse, a depender por lo tanto del lenguaje. Durante años, el niño está en una situación de dependencia respecto a los adultos que se ocupan de él y sólo a partir de la pubertad se considera que es capaz de valerse por sí mismo. Esto implica un cambio fundamental tanto para el propio adolescente como para los padres. El adolescente quiere y no quiere salir de ese estado de dependencia, de objeto de deseo, de ideal futurible y los padres quieren y no quieren que su pequeño hijo se convierta en adulto como ellos.

El cuerpo del niño, ajeno a cualquier consideración, crece a su ritmo y, de pronto, ¡zas! Es equivalente al cuerpo de un adulto: su mismo aspecto, sus mismas capacidades, su misma autonomía. No hay más que esperar, llegó la hora de la verdad, tiene que empezar a hacer sus elecciones: ¿ciencias o letras?, ¿estudias o trabajas?, ¿te gustan los hombres o las mujeres?, ¿de qué rollo vas?

Todo lo que se preparaba en la infancia empieza a hacerse realidad. Para ir urdiendo respuestas a las preguntas que surgen en el adolescente, este tiene que recurrir a todo aquello que le ha dado la vida hasta entonces en esa etapa de dependencia de los adultos, y este bagaje por sistema es insuficiente. El adolescente lucha y se desespera, disfruta y padece con los recursos de que dispone, va tomando la medida, no sin dificultades, de lo que son sus posibilidades y sus límites. Y, no sin razón, se revuelve contra sus padres en los que ve la causa de la limitación de sus recursos para enfrentar la que se les ha venido encima; porque los padres, como no puede ser de otra manera, le han ofrecido aquello de lo que ellos disponían lastrados a su vez por sus propias posibilidades y por sus propios límites. Es un punto crítico, padres e hijos adolescentes enfrentados, cara a cara, con sus posibilidades y con sus límites. No es extraño que las discusiones, los malentendidos, la sensación de extrañeza y de rechazo de unos hacia otros eclosionen en este momento. Los padres ven como el ideal  soñado para el hijo va teniendo que adaptarse a la realidad, observan sin querer verlo que su hijo refleja muchas de sus propias dificultades y de sus propias marcas de vida. Es necesaria mucha humildad y mucha entereza para poder sostener este momento sin culpar al adolescente, sin culpar a la pareja, sin culparse uno mismo, sin culpar a la sociedad por algo que, como decimos, sucede por sistema: el ser humano siempre está un poco en precario para hacerse con las dificultades de la vida.

El adolescente, por su parte, se ve exigido de la noche a la mañana a “responder” por sí mismo a un montón de circunstancias nuevas para las que no tiene respuesta, tantea un tanto a ciegas y va probando con su aspecto, con unos amigos o con otros, con unos intereses o con otros; con distintas formas de hacer con su sexualidad y, a veces, cuando la presión es muy fuerte y los elementos para elaborar una respuesta son pocos, no encuentra otro camino que evadirse de la “responsabilidad”, de la urgencia de dar respuestas por medio del alcohol, de los porros, de la fiesta permanente. O bien actúa impulsivamente, se deja llevar por lo que el cuerpo le dicta y se pega, grita, llora, insulta, golpea. Una travesía inevitable que marcará los caminos en los que luego se desarrollará su vida como adulto.

La adolescencia abre esas preguntas en las que los adultos en cierta medida seguimos suspendidos toda la vida: ¿quién soy yo? ¿qué quiero? Quizás entonces la adolescencia es un nuevo nacimiento que no promete una conclusión distinta a la de la propia vida. Por ello el psicoanálisis da a estas preguntas toda su importancia, ya que llegar a elaborar buenas respuestas para ellas, respuestas que impliquen no sólo nuestra consciencia, sino también nuestro inconsciente (esa parte que desconocemos de nosotros mismos),respuestas que impliquen nuestro cuerpo real y no sólo nuestros deseos más voluntariosos es un trabajo en el que estamos involucrados toda la vida, un trabajo en el que quizás en determinados momentos críticos pueda ser necesario recurrir a un psicoanalista para poder pensar más allá de nuestros propios límites.

 

Esperanza Molleda

Psicóloga-psicoanalista en Madrid- Zona Atocha

Sabere Clínica